Post by jessav on Oct 5, 2005 15:28:36 GMT -5
Receptor Involuntario
Me sorprendo al darme cuenta que recuerdo aquél día con más claridad que cualquier otro. Recuerdo el color de mi bicicleta, la ropa que llevaba, el viento sobre mi rostro, el bache casi invisible en el camino. Después de aquél día me encontraba tan confundido que creí estar muerto. No hubo una luz al final del túnel; sólo voces apagadas, que repetían mi nombre una y otra vez. Voces que explicaban mi situación y trataban de ocultar la verdad con palabras técnicas.
Mi sentido atrofiado, es el encargado de darme la hora. Noté cómo en cierto momento sentía las sábanas de mi cama un poco más tibias, anunciando la entrada del sol. Alguien dijo que sería un día soleado, pero escuché el sonido de las gotas chocando contra el pavimento.
Alguna vez leí que los seres humanos tenemos miles de pensamientos a la vez. ¿Por qué no podía encontrar ninguno? Tuvieron que calentarse varias sábanas para poder reconocer la manera de percibir mis alrededores. Y aquí me encuentro, recostado en un rincón de mi recámara aunque bien podría estar decorado color rosa o ser una caja de cartón; mi sentido y medio no alcanza para detectar esos aspectos tan sutiles. Cuando alguien se encuentra con sus cinco sentidos funcionando, recibe tanta información que es imposible recordarla. En mi caso, lo poco que llega es tan valioso que no debo olvidarlo. Mis pensamientos fueron interrumpidos por ruidos de trastes, pero no supe distinguir si estaban preparando de comer o sufrieron un pequeño accidente.
Alguien se acerca, es mi hermana menor, reconozco esos pasos tímidos y ligeros que resuenan en el piso. Esos pasos fueron los últimos que aprendí a reconocer. Ella casi nunca entraba a mi habitación y cuando lo hacía, no duraba más de algunos segundos; después la escuchaba salir corriendo, agitada y sin pronunciar palabra. Con el paso de los días, mi hermana permaneció cada vez más tiempo. Un niño en la calle comenzó a llorar, pero su llanto se convirtió en risa cuando sus amigos lo animaron con bromas que no pude entender.
Mi madre, la que arrastra los pies cuando camina, entra todos los días poco después de que la sábana se enfría. Con ella ocurre lo contrario que con la de pasos ligeros. Antes me hablaba de lo que pasaba en el día. Ahora entra sin pronunciar palabra y se sienta a un lado mientras su nariz suena en repetidas ocasiones. Algunas veces entraba con alguien cuyos pasos sonaban como el latido de un corazón. Cuando él entraba comenzaban a moverme las piernas, los pies y los brazos. La primera vez creí que trataban de que respondiera, pero después de escuchar unas cuantas palabras descubrí que no eran más que ejercicios rutinarios.
Escucho que mi hermana abre un estuche y dice: ¡Por fin lo logré, hermano! Escucha el primer movimiento de un concierto para flauta de Mozart y comienza a tocar un poco nerviosa, como si creyera que yo pudiese criticar la música. Me parece que fue hace dos años cuando compró la flauta. Entraba a la habitación y comenzaba a tocar, o más bien, intentaba tocar. Al principio no sabía si sus interpretaciones eran propias o de algún compositor clásico, pero las escuchaba, no tenía remedio. Nunca fui un experto y no sé a qué se refiere con primer movimiento, pero me conmueve que se tome el tiempo de venir a mostrarme alguna pieza musical cuando no puedo aplaudir o responderle. La música se detiene. Ella dice: Tengo problemas con el staccato, pero pronto lo solucionaré. Volveré pronto, me besa en la mejilla y se retira, dejándome con la duda de qué es un staccato y las ganas de pedirle otra pieza.
Los peores días son como hoy. La sábana no se calienta, algo se interpone entre el calor y mis piernas. Pierdo la noción del tiempo y lo que me salva son los sonidos. Me entretiene identificar de dónde vienen y qué es lo que ocurre. Hace unos días el ruido de un vidrio al quebrarse me hizo pensar en varias historias, como cuando mi padre se fue de casa seguido por varios platos arrojados por mamá, la que arrastra los pies.
En varias ocasiones ha ocurrido que en el momento de pensar que hace tiempo no vienen a moverme, entran en la habitación. Flexionan y estiran mis articulaciones una y otra vez. Tarareo en mi cabeza algunas canciones de flauta para tratar de separar la mente del cuerpo. Justo en el momento en que ya no podría soportar más, los movimientos se detienen y me vuelven a recostar. La voz masculina dice que es suficiente por ahora y los tres pares de pasos se alejan con sus respectivos ruidos. Las punzadas se desvanecen mientras el canto de los pájaros y su repentino vuelo me hacen imaginar que un montón de niños les arrojaron piedras, para después seguir jugando.
Ahora entran varias personas a mi habitación. Son tantos que no puedo distinguir los pasos. Se reúnen alrededor de la cama y hablan entre ellos mientras otros se pasean por la recámara. El ruido de las pisadas disminuye así como el volumen de sus voces. Entiendo algunos murmullos en los que se menciona mi delgadez y algo sobre mis padres.
Mi madre anuncia su llegada sin pronunciar palabra y las conversaciones en voz baja se detienen. Parece una visita forzada. No sé si vienen a verme o a ver mi condición. Mi hermana grita. Por lo que dice, la mayoría de las personas en la habitación le son desconocidas o no le agradan. Mi madre les pide que se retiren. El sonar de pasos y voces vuelve a comenzar y desaparece en unos minutos. Un perro ladra y se me ocurre que tal vez le esté ladrando a las aves que vuelan de un lado a otro, mientras que éstas se divierten viéndolo al nivel del suelo.
La niña camina hacia mí, saca la flauta y comienza a tocar la canción más triste que he escuchado. Ella tiene esa habilidad para no delatar lo que siente con su voz, pero la flauta la hace decir la verdad; así como la fuerza de las pisadas me dice el humor de la que arrastra los pies. El monólogo de flauta sigue y parece que con cada par de notas la fuerza para soplar disminuye. Termina de tocar, se acerca y me besa en la mejilla mientras emite un ruido ahogado. Reconozco al que camina como corazón cuando llega junto a mí. Mi madre entra haciendo más ruidos con la nariz que antes. La pequeña flautista me toma la mano al momento en que siento algo en el otro brazo. Ella sale corriendo de la habitación mientras nuestra madre trata de alcanzarla. Escucho el taptap taptap sonar cada vez más lejano hasta cesar por completo; en mi interior se repite exactamente el mismo sonido.
Jesús A. Avila García
Me sorprendo al darme cuenta que recuerdo aquél día con más claridad que cualquier otro. Recuerdo el color de mi bicicleta, la ropa que llevaba, el viento sobre mi rostro, el bache casi invisible en el camino. Después de aquél día me encontraba tan confundido que creí estar muerto. No hubo una luz al final del túnel; sólo voces apagadas, que repetían mi nombre una y otra vez. Voces que explicaban mi situación y trataban de ocultar la verdad con palabras técnicas.
Mi sentido atrofiado, es el encargado de darme la hora. Noté cómo en cierto momento sentía las sábanas de mi cama un poco más tibias, anunciando la entrada del sol. Alguien dijo que sería un día soleado, pero escuché el sonido de las gotas chocando contra el pavimento.
Alguna vez leí que los seres humanos tenemos miles de pensamientos a la vez. ¿Por qué no podía encontrar ninguno? Tuvieron que calentarse varias sábanas para poder reconocer la manera de percibir mis alrededores. Y aquí me encuentro, recostado en un rincón de mi recámara aunque bien podría estar decorado color rosa o ser una caja de cartón; mi sentido y medio no alcanza para detectar esos aspectos tan sutiles. Cuando alguien se encuentra con sus cinco sentidos funcionando, recibe tanta información que es imposible recordarla. En mi caso, lo poco que llega es tan valioso que no debo olvidarlo. Mis pensamientos fueron interrumpidos por ruidos de trastes, pero no supe distinguir si estaban preparando de comer o sufrieron un pequeño accidente.
Alguien se acerca, es mi hermana menor, reconozco esos pasos tímidos y ligeros que resuenan en el piso. Esos pasos fueron los últimos que aprendí a reconocer. Ella casi nunca entraba a mi habitación y cuando lo hacía, no duraba más de algunos segundos; después la escuchaba salir corriendo, agitada y sin pronunciar palabra. Con el paso de los días, mi hermana permaneció cada vez más tiempo. Un niño en la calle comenzó a llorar, pero su llanto se convirtió en risa cuando sus amigos lo animaron con bromas que no pude entender.
Mi madre, la que arrastra los pies cuando camina, entra todos los días poco después de que la sábana se enfría. Con ella ocurre lo contrario que con la de pasos ligeros. Antes me hablaba de lo que pasaba en el día. Ahora entra sin pronunciar palabra y se sienta a un lado mientras su nariz suena en repetidas ocasiones. Algunas veces entraba con alguien cuyos pasos sonaban como el latido de un corazón. Cuando él entraba comenzaban a moverme las piernas, los pies y los brazos. La primera vez creí que trataban de que respondiera, pero después de escuchar unas cuantas palabras descubrí que no eran más que ejercicios rutinarios.
Escucho que mi hermana abre un estuche y dice: ¡Por fin lo logré, hermano! Escucha el primer movimiento de un concierto para flauta de Mozart y comienza a tocar un poco nerviosa, como si creyera que yo pudiese criticar la música. Me parece que fue hace dos años cuando compró la flauta. Entraba a la habitación y comenzaba a tocar, o más bien, intentaba tocar. Al principio no sabía si sus interpretaciones eran propias o de algún compositor clásico, pero las escuchaba, no tenía remedio. Nunca fui un experto y no sé a qué se refiere con primer movimiento, pero me conmueve que se tome el tiempo de venir a mostrarme alguna pieza musical cuando no puedo aplaudir o responderle. La música se detiene. Ella dice: Tengo problemas con el staccato, pero pronto lo solucionaré. Volveré pronto, me besa en la mejilla y se retira, dejándome con la duda de qué es un staccato y las ganas de pedirle otra pieza.
Los peores días son como hoy. La sábana no se calienta, algo se interpone entre el calor y mis piernas. Pierdo la noción del tiempo y lo que me salva son los sonidos. Me entretiene identificar de dónde vienen y qué es lo que ocurre. Hace unos días el ruido de un vidrio al quebrarse me hizo pensar en varias historias, como cuando mi padre se fue de casa seguido por varios platos arrojados por mamá, la que arrastra los pies.
En varias ocasiones ha ocurrido que en el momento de pensar que hace tiempo no vienen a moverme, entran en la habitación. Flexionan y estiran mis articulaciones una y otra vez. Tarareo en mi cabeza algunas canciones de flauta para tratar de separar la mente del cuerpo. Justo en el momento en que ya no podría soportar más, los movimientos se detienen y me vuelven a recostar. La voz masculina dice que es suficiente por ahora y los tres pares de pasos se alejan con sus respectivos ruidos. Las punzadas se desvanecen mientras el canto de los pájaros y su repentino vuelo me hacen imaginar que un montón de niños les arrojaron piedras, para después seguir jugando.
Ahora entran varias personas a mi habitación. Son tantos que no puedo distinguir los pasos. Se reúnen alrededor de la cama y hablan entre ellos mientras otros se pasean por la recámara. El ruido de las pisadas disminuye así como el volumen de sus voces. Entiendo algunos murmullos en los que se menciona mi delgadez y algo sobre mis padres.
Mi madre anuncia su llegada sin pronunciar palabra y las conversaciones en voz baja se detienen. Parece una visita forzada. No sé si vienen a verme o a ver mi condición. Mi hermana grita. Por lo que dice, la mayoría de las personas en la habitación le son desconocidas o no le agradan. Mi madre les pide que se retiren. El sonar de pasos y voces vuelve a comenzar y desaparece en unos minutos. Un perro ladra y se me ocurre que tal vez le esté ladrando a las aves que vuelan de un lado a otro, mientras que éstas se divierten viéndolo al nivel del suelo.
La niña camina hacia mí, saca la flauta y comienza a tocar la canción más triste que he escuchado. Ella tiene esa habilidad para no delatar lo que siente con su voz, pero la flauta la hace decir la verdad; así como la fuerza de las pisadas me dice el humor de la que arrastra los pies. El monólogo de flauta sigue y parece que con cada par de notas la fuerza para soplar disminuye. Termina de tocar, se acerca y me besa en la mejilla mientras emite un ruido ahogado. Reconozco al que camina como corazón cuando llega junto a mí. Mi madre entra haciendo más ruidos con la nariz que antes. La pequeña flautista me toma la mano al momento en que siento algo en el otro brazo. Ella sale corriendo de la habitación mientras nuestra madre trata de alcanzarla. Escucho el taptap taptap sonar cada vez más lejano hasta cesar por completo; en mi interior se repite exactamente el mismo sonido.
Jesús A. Avila García