Post by ivette on Oct 12, 2005 21:09:03 GMT -5
El Autobús
Las cosas que pasan. No sólo me descontaron el retardo, tampoco tuve con qué pagar ese día el camión de regreso a casa. El autobús era el clásico de todos los días. Una señora arrastrada por su peso había estado a punto de caer encima del conductor en un intento peligroso de subir al ruidoso vehículo; al final resultó que la ruta no la llevaba. Miré hacia mi costado y vi a un par de chicos reírse del incidente; quienes noté, sólo se veían las carcajadas mutuamente pues traían puestos unos audífonos provenientes de pequeños aparatos blancos; tal vez, como medida de prevención para no escuchar sobre los árboles de la barranca que retumbaban, incluso, en los oídos de algunos que no eran pasajeros. Atrás de los muchachos, un señor tenía la mirada perdida y sólo era perturbado por el balanceo del autobús. Después me di cuenta de mi ingenuidad: en la dirección de sus pupilas había un póster muy sugerente colocado en una de las paredes promocionando la próxima visita de un grupo juvenil que, yo dudaba, fuera famoso por sus talentos artísticos. En esto, visualicé a un niño sentado frente a mí. A juzgar por su suéter tono militar y la hora, ya iba hacia su casa. Restos de sol parecían inyectarse en su cabeza haciendo brillar la cabellera oscura que tocaba la parte superior de su asiento. Yo observaba hipnotizada los desmayados hilos y, extrañamente, sentí como un velo templado me rodeó. Dejé de percibir la voz rasposa que antes salía de las bocinas. No sé cuánto tiempo estuve viéndolo hasta que lo que advertí fueron dos ojos debajo de una cejas pobladas, nada mal, me recordaba a alguien. Aun así, mi mente divagaba y pensé que aquel momento es como debía ser estar en una clase de yoga. Mientras, el muchacho de enfrente estaba moviendo la boca, así que contesté, ¿disculpa? Me dijo que el viejito de atrás me estaba hablando. No sé por qué pero no quise voltear y decidí, en vez, preguntarle su nombre al chico, pero insistió. Entonces, giré sin mucha curiosidad y el abuelo se estiró y colocó en mi palma cinco pesos seguido de una explicación de por qué Belinda era una jovencita visionaria. Fue muy convincente, creo que el conductor también lo pensó porque cambió la música. Sin embargo, yo ya no me sentía tan relajada. Uno de los que traían audífonos estaba picándome en el brazo izquierdo. Cuando finalmente le hice caso, me señaló la ventana de mi lado al mismo tiempo que su compañero se levantaba para entonar la canción puesta por el chofer como si se tratara de su regadera. Por la ventana observé borrosamente una pared de piedras de estilo bastante regular irguiéndose tras el cemento de la banqueta. Al inicio, sólo me disgustó la imagen pobre, mas pronto recapacité que ese muro no era parte de mi trayecto común. Me tallé los ojos y los abrí lo mejor que pude. Luego corrí con pasos torpes hacia la salida y toqué el timbre. Espero que el viejito no se haya quedado con mi cartera.
Las cosas que pasan. No sólo me descontaron el retardo, tampoco tuve con qué pagar ese día el camión de regreso a casa. El autobús era el clásico de todos los días. Una señora arrastrada por su peso había estado a punto de caer encima del conductor en un intento peligroso de subir al ruidoso vehículo; al final resultó que la ruta no la llevaba. Miré hacia mi costado y vi a un par de chicos reírse del incidente; quienes noté, sólo se veían las carcajadas mutuamente pues traían puestos unos audífonos provenientes de pequeños aparatos blancos; tal vez, como medida de prevención para no escuchar sobre los árboles de la barranca que retumbaban, incluso, en los oídos de algunos que no eran pasajeros. Atrás de los muchachos, un señor tenía la mirada perdida y sólo era perturbado por el balanceo del autobús. Después me di cuenta de mi ingenuidad: en la dirección de sus pupilas había un póster muy sugerente colocado en una de las paredes promocionando la próxima visita de un grupo juvenil que, yo dudaba, fuera famoso por sus talentos artísticos. En esto, visualicé a un niño sentado frente a mí. A juzgar por su suéter tono militar y la hora, ya iba hacia su casa. Restos de sol parecían inyectarse en su cabeza haciendo brillar la cabellera oscura que tocaba la parte superior de su asiento. Yo observaba hipnotizada los desmayados hilos y, extrañamente, sentí como un velo templado me rodeó. Dejé de percibir la voz rasposa que antes salía de las bocinas. No sé cuánto tiempo estuve viéndolo hasta que lo que advertí fueron dos ojos debajo de una cejas pobladas, nada mal, me recordaba a alguien. Aun así, mi mente divagaba y pensé que aquel momento es como debía ser estar en una clase de yoga. Mientras, el muchacho de enfrente estaba moviendo la boca, así que contesté, ¿disculpa? Me dijo que el viejito de atrás me estaba hablando. No sé por qué pero no quise voltear y decidí, en vez, preguntarle su nombre al chico, pero insistió. Entonces, giré sin mucha curiosidad y el abuelo se estiró y colocó en mi palma cinco pesos seguido de una explicación de por qué Belinda era una jovencita visionaria. Fue muy convincente, creo que el conductor también lo pensó porque cambió la música. Sin embargo, yo ya no me sentía tan relajada. Uno de los que traían audífonos estaba picándome en el brazo izquierdo. Cuando finalmente le hice caso, me señaló la ventana de mi lado al mismo tiempo que su compañero se levantaba para entonar la canción puesta por el chofer como si se tratara de su regadera. Por la ventana observé borrosamente una pared de piedras de estilo bastante regular irguiéndose tras el cemento de la banqueta. Al inicio, sólo me disgustó la imagen pobre, mas pronto recapacité que ese muro no era parte de mi trayecto común. Me tallé los ojos y los abrí lo mejor que pude. Luego corrí con pasos torpes hacia la salida y toqué el timbre. Espero que el viejito no se haya quedado con mi cartera.